Comentario
Si la influencia de Piranesi fue, sin duda, enorme y polémica durante el siglo XVIII, la obra de Winckelmann es realmente decisiva tanto desde un punto de vista teórico como práctico. Su obsesión por la Antigüedad griega sólo es parangonable a su insaciable sed de belleza, a su búsqueda de la serenidad, de la gracia, de la grandeza que él creía no sólo avalada por la benignidad o fertilidad de un clima, sino, sobre todo, por una relación estrecha entre arte y libertad. Para Winckelmann, el ideal de la belleza sólo lo habían alcanzado los griegos al imitar y perfeccionar la Naturaleza. La función del artista moderno sería pues la de imitar aquellos modelos, pero no para copiarlos, sino para convertirse en inimitable.Esa admiración sin límites por lo griego, en la que también habría que incluir la defensa del orden dórico de Paestum, no fue compartida por otros artistas e intelectuales. Piranesi, por ejemplo, además de encarcelar el orden de Paestum en una de sus Cárceles, llegó a quejarse de la moda de lo griego como modelo de las artes y de la arquitectura, por eso, y por otros motivos, defendió el orden etrusco o toscano, la arquitectura y ornamentación egipcias y la magnificencia de Roma, porque, como él escribió, también "del temor mana el placer". Incluso Diderot llegaría a afirmar irónicamente que los antiguos tenían un ventaja sobre ellos y es que no tenían antiguos a los que seguir, admirar o emular.Antes de su viaje a Roma, en 1755, Winckelmann sólo tenía un conocimiento literario y erudito, además de algunas esculturas clásicas que había podido contemplar en Dresde, de Grecia y de Italia. Si la primera siempre habría de constituir para él una geografía imaginaria e idealizada, Roma acabó convirtiéndose en su misma vida. En 1763, escribía que sólo había vivido ocho años, los de su estancia en Roma. En esta ciudad, muy pronto se convirtió en consejero y amigo de uno de los más grandes coleccionistas y mecenas del siglo XVIII, el cardenal Albani, que llegó a construir una villa, no para vivir, sino para guardar sus colecciones y su biblioteca. Winckelmann no sólo fue bibliotecario del cardenal, sino su asesor artístico, si así se le puede denominar, y ambos discutían y paseaban por los jardines de Villa Albani, y pensaban en la disposición más adecuada de los objetos en la construcción. Winckelmann, que llegaría a ser Prefetto delle Antichitá di Roma, y el padre de la arqueología moderna y de la Historia del Arte, había publicado en Dresde, muy poco antes de su llegada a Roma, un opúsculo que, con sus contradicciones e insuficiencias, acabaría constituyendo el armazón básico de su más célebre obra, "Historia del Arte en la Antigüedad", de 1764. El opúsculo, manifiesto del Neoclasicismo, llevaba por título "Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y en la escultura" (1755), y en él, Winckelmann defendía la belleza ideal alcanzada por los griegos y rechazaba la imitación directa de la naturaleza. Si en las "Reflexiones" establecía la necesaria relación entre arte y clima para alcanzar la belleza, en la "Historia del Arte" ampliaba esa insuficiente caracterización para defender que en Grecia, y por extensión así debiera ser en el mundo moderno, la belleza ideal se alcanzó gracias a las condiciones políticas democráticas que permitieron el desarrollo y perfección del arte. Y se trata de un binomio, el de la relación entre arte y libertad, que la Revolución Francesa llevaría a sus últimas consecuencias, especialmente en la obra de Jacques-Louis David.Pero Winckelmann no sólo creó un método para estudiar el arte griego, o para proponer una estética a los artistas modernos, a los que solía aconsejar que mojasen sus pinceles en la mente y no en la naturaleza, sino que inventó un lenguaje para analizar las obras y la Historia del Arte. Un lenguaje ya nunca más empeñado en inventariar o catalogar a la manera de los eruditos o de los anticuarios, sino una forma de expresión en la que el sentimiento de lo bello, su percepción subjetiva, la emoción que produce el objeto, son argumentos prioritarios, aunque siempre, en Winckelmann, en busca de la belleza absoluta, aquella que sólo es posible en la imitación ideal, en la mimesis de la idea. Como dijera Hegel, Winckelmann "proporcionó un nuevo órgano al espíritu humano", una nueva forma de mirar.En la escultura griega admiraba, con quietud contemplativa, su "noble simplicidad y serena grandeza", incluso la gracia de sus formas, pero no se refería a una idea de la gracia sensualmente rococó, sino agradable según la Razón, porque, como escribió en 1759, entendía aquélla como "aurora de la belleza". Una belleza cumplida en Grecia y que el artista moderno debía evocar imitando la mimesis de los griegos, imitando la imitación, lo que no deja de ser una atractiva versión historicista del neoplatonismo. Pensemos que incluso se ha llegado a hablar de la "Historia del Arte" de Winckelmann como de la primera "historia social del arte". Por eso, su esfuerzo intelectual consistió en recrear históricamente la imitación de la idea y no, como buena parte del pensamiento académico y convencional han creído hasta tiempos recientes, se redujo a proponer modelos para copiar. Mengs y Canova así lo entendieron, pero, fundamentalmente, quedan sus textos para comprobarlo. Adviértase, sin embargo, que los racionalistas más rigoristas del siglo no compartieron sus ideas, llegando a insinuar, como dijera Milizia, que hablaba de "cadáveres", de perfecciones ahistóricas, de modelos estéticos atemporales. Sin embargo, como mejor explicación de su forma de hacer historia e historia del clasicismo, se me permitirá reproducir, aunque sea concisamente, dos de las descripciones más célebres de alguien que había escrito que incluso para aprehender lo bello había que hacerlo "antes de que llegue la edad en que se siente horror de confesar que no sentimos nada". La primera descripción se refiere al Apolo de Belvedere, en el Vaticano: "La estatua de Apolo es la más sublime... El artista que lo creó debió guiarse exclusivamente por un ideal... Su talla encierra una hermosura física superior a la de los hombres, y toda su actitud es reflejo de su grandeza interior. Una eterna primavera, tal como la que reina en los felices Campos Elíseos, confiere a la atractiva plenitud masculina una amable y armoniosa juventud que asoma dulcemente entre la orgullosa constitución de sus miembros... La suave cabellera, movida por una leve brisa, flota alrededor de la cabeza cual los tiernos y flexibles tallos de la vid... La contemplación de esta maravilla del arte me hace olvidar el entero universo... Mi pecho parece ensancharse y elevarse como si estuviese inundado de espíritu profético y algo me transporta a Delos y a los bosques de la Licia, lugares que Apolo honraba con su presencia". La segunda descripción, no podía faltar, se refiere al Laocoonte: "De la misma manera que el fondo del mar permanece siempre tranquilo por muy agitada que pueda estar la superficie, de la misma manera las figuras de los griegos, en medio del mayor tumulto de las pasiones, muestran en sus expresiones un alma grande y sosegada. Este alma está expresada en el rostro de Laocoonte, y no sólo en el rostro, a pesar de los más atroces dolores... La expresión de un alma tan elevada supera en mucho la forma de la hermosa naturaleza: el artista debió experimentar en sí mismo la fortaleza de ánimo que supo imprimir en el mármol". Y todo eso Winckelmann quería que los escultores lo realizaran en color blanco, el color del mármol, como haría Canova. Pero es la emoción del blanco y de la luz lo que le interesaba y no puede ser de otra forma en quien, después de su viaje a Nápoles, para ver Herculano, Pompeya, Paestum..., describiera las bailarinas de los frescos romanos como "tan ágiles como una idea".